Dos lagartos ante una botella
Por Roberto Bolaño/Plural
Poli Délano (nacido
en 1936), desde sus primeras obras se coloca entre los mejores narradores
chilenos de la generación de los sesentas; entre los libros de esa época cabe
mencionar Gente Solitaria, Santiago
1960; Amaneció nublado, Santiago 1962
y Cero a la izquierda, novela
publicada en 1966. Con Cambio de Máscara,
premio Casa de las Américas 1973, se ubica como uno de los mejores cuentistas
jóvenes de Latinoamérica. En México ha publicado tres libros (El dedo en la llaga, Samo 1974; Sin morir del todo, Extemporáneos 1975 y Dos
lagartos en una botella, Mortiz 1976). Con este último obtuvo el Premio
Nacional de Cuento. Pronto aparecerá su novela En este lugar sagrado, editada por Grijalbo. Militante de
izquierda, traductor del inglés, buen tomador de vino, padre de dos niñas
hermosas (sobre todo Viviana), excelente conversador, Poli se mete con todo:
largas peripecias en algún lugar del mundo, donde el héroe acelera sus sentidos
al máximo o bien se aburre mortalmente: devoradores de almejas con lágrimas,
porotos y memoria: parejas caníbales que se persiguen por las calles de
Santiago mientras él les aplaude o les silba o aúlla junto a ellos, siempre
inmiscuido, cuando no autobiográfico hasta la médula.
Todos-sus-cuentos-recorridos-por-la-violencia. Ojos carrozas desfiladero abajo.
—¿Cómo te inicias en la narrativa, en la literatura. Cuáles son
tus posiciones, los puntos de arranque de tu generación y de ti en particular?
—Casi podría decir
que la primera motivación que tuve para escribir fue un estímulo material. No
se trataba de dinero sino de un viaje. En un periódico de la izquierda chilena
había leído que se abría un concurso internacional (podían participar todos los
países y todos los idiomas) para una obra de teatro y que el premio era un
viaje a un festival de la juventud que se iba a efectuar, me parece, en
Bucarest.
—¿Qué edad tenías entonces?
—Dieciséis debo de
haber tenido. Un viaje a Bucarest, ¡fantástico!, dije con un optimismo sumamente
ciego. Si hay que escribir, escribimos. Y me puse a la máquina y empecé a
inventar personajes y poner lo que decían… Escribí una obrita en un acto que
fue enviada a ese concurso donde no ganó ni el mínimo reconocimiento, porque la
verdad es que debe haber sido muy mala, aunque la hice con mucha fuerza
interna. No fui a Bucarest, pero me pasó algo más importante: al estar
inventando cosas que hacían y decían los personajes de ese dramita, descubrí
que me gustaba mucho estar escribiendo, que por ahí andaba mi onda y eso fue la
partida, el despegue.
—Pero tú tendrías un contacto más o menos cotidiano con escritores; tu padre es un escritor conocidísimo en Chile…
—Claro, mi padre es
un escritor conocido, muy querido por mucha gente de muchas partes, y además
muy buen escritor. Yo creo que ha escrito cuentos y novelas de primera. Lo que
no tiene es paciencia para la gestión editorial. Escribe y guarda. Varios de
sus últimos libros, como Sobre todo Madrid (que pronto publicará en México Extemporáneos),
Antropofagia y El año veinte se editaron porque yo oficié de agente, firmé los
contratos, corregí las pruebas y todo eso… Bueno pero el hecho es que cuando yo
comencé a escribir había estado más o menos tres años sin ver a mi padre, ya
que el sufría un exilio político (el primero) provocado por la persecución que
González Videla “el traidor”, como le puso Neruda, desató contra la izquierda,
principalmente contra el Partido Comunista. Naturalmente el hecho de que mi
padre fuera escritor, tuviera amigos escritores con quienes me tocaba convivir
bastante, tiene que haber influido en mis tendencias. Mis dos hijas (no sé si
serán escritoras cuando llegue el momento) escriben cuentos y poesías y dejan a
la gente, no sólo a mí, tú también has leído algo, con la boca abierta… Bueno a
lo que iba: a raíz de la obrita de teatro, y déjame hacer otro paréntesis: el
tema de esa obrita de teatro es absolutamente actual. El escenario es una celda
y los personajes son cuatro muchachos que han caído presos en una redad policial
mientras hacían un rayado mural, propaganda clandestina. Cada uno va siendo
sacado para “los interrogatorios” y devuelto en calidad de bulto después de las
torturas, pero sin haber “cantado”. Vuelvo al centro: lo que me gustó más al
escribir este drama fue crear personajes (¿una forma de deidad?) y entonces
empecé a escribir cuentos.
—Poli, para ti como cuentista, ¿Qué es contar?
—Eso es más o menos
complejo. Desde un punto de vista primitivo, para mi escribir un cuento es nada
más que narrar una historia desde su principio hasta su final. Así ha sido la
narrativa durante siglos. Cuando tú lees los cuentos de Chaucer, que son en
verso porque cuando los escribió eso era lo convencional, o ves Las Mil y una
Noches, o ves cualquier cantidad de narraciones antiguas (me acuerdo de una
transcripción muy hermosa que hizo el francés Bedier de la leyenda de Tristán e
Isolda), pues todas se centran en la historia; como que la historia es lo
básico. Para mí la historia sigue siendo lo básico, y para llegar a descubrirlo
se pasa por todo un proceso que involucra estudio, mucha lectura, intentos
experimentales (suelen ser una tentación), etcétera. Uno de los protagonistas
del Cuarteto de Alejandría, el escritor más joven, termina declarando, al final
de la novela, que ha descubierto, después de mucho tiempo y mucho trabajo, que
ya puede empezar, porque ha llegado a saber que desde que el mundo es mundo,
toda historia ha debido comenzar con las palabras “érase una vez”…, que es como
comienzan los cuentos infantiles y también el Retrato del artista adolescente,
de Joyce: “Once upon a time, there was a moo-cow coming bown along the road” o
algo así. Claro que una cosa es contar una historia bien, con toda la sal y
pimienta que la haga disfrutable: con la profundidad que la convierta en un
micromundo. Contar bien una historia involucra una serie de complejidades. Hay
tipos que adquieren un gran manejo de la pluma y que tienen poco o nada que
decir, escritores fríos y fósiles, pero “buenos”. Hay otros que tienen un buen
caudal de vida, de experiencia, de mundo raro, singular, de observación
sicológica, etcétera, pero que carecen de esa buena pluma, de la capacidad de
volcar bien lo escrito: son escritores “malos”. Si juntamos materia prima (que
naturalmente comprende la dosis necesaria de talento) y oficio (que involucra
el trabajo cotidiano, permanente), tenemos la habilidad de un buen escritor.
Mark Twain, refiriéndose inclusive al genio, lo dijo muy bien: es diez por
ciento de talento y noventa por ciento de sudor… Bueno decía que lo central es
tener una historia que contar. Ahora, quizás la historia misma no se
justifique. Debe trascenderse, decirnos algo más sobre la condición humana…
—Alguien te ha señalado que en Dos lagartos en una botella no se ven las últimas experiencias que ha vivido Chile…
—Yo no nací con la
dictadura de Pinochet, yo había nacido mucho antes. Quiero decir, no puedo
escribir partiendo desde el golpe militar. No puedo escribir únicamente sobre
el exilio. He escrito y sigo escribiendo sobre el exilio. Pero como yo vivía
desde mucho antes, también me afloran otras cosas, personajes de otras épocas,
historias que persisten desde la infancia, obsesiones, viejos dolores. A lo
mejor de aquí a cinco años (aunque esté ya de regreso en Chile) lo que prime
sea el exilio. Por ejemplo en Dos Lagartos por primera vez he escrito un cuento
que dice algunas cosas sobre China, hace casi quince años que viví en China y
nunca había escrito nada. Pasé un mes y medio en Japón y después escribí un
libro sobre Japón, un diario de viaje medio pintoresquista que tal vez fue
mejor que se perdiera. Pasé dos semanas en Kenia y también escribí un libro de
viaje que si se publicó. Con una semana de estar en cualquier parte, cualquier
persona escribe un libro. Pero después de dos años de vivir en China, resulta
difícil escribir sobre China. Es un conflicto, una mezcla de cosas, una
confusión de cosas en que no sabes de repente si vas a poder logara alguna
mínima síntesis.
—Pero fíjate que yo creo que en el cuento al que te refieres, Alacrán negro, más que escribir sobre China, tocas otro ángulo del mismo problema, de una obsesión que yo veo en todos tus cuentos, que es la cuestión del desamor. Yo creo que en cualquier ubicación geográfica es secundaria en tus cuentos: es más bien el telón donde se desarrolla una larga temporada de desamor y soledad…
—“Es tan corto el
amor y tan largo el olvido”. Yo no creo que ese cuento sea fundamentalmente de
desamor. Es una palabra que me revienta. Pero mira, aunque vayamos en desorden,
te propongo dejar lo del desamor para un poco después, porque siento que como
que no terminé de contestar la pregunta anterior, eso de que no se ven mucho
las últimas experiencias de Chile…
—De acuerdo, adelante…
—Bueno, el hecho es
que yo creo que soy un escritor comprometido con la vida, muy hondamente con la
gente, con la libertad, con la revolución y con las clases que tienen la misión
de misión de llevarla a cabo. Muchas veces, frente al fenómeno de contar bien
una historia, me tropiezo: se puede contarla historia bien, pero uno piensa si
acaso pueda no ser esa la historia que hay que contar. Es un problema de orden
ideológico. Una de las cosas que sostengo con respecto a Dos lagartos…, libro
que reúne diez cuentos donde lo central es la pareja humana en diversas experiencias:
la conquista, por ejemplo, el engaño, la ruptura, la violencia, la nostalgia,
en fin, lo que sea, las distintas cosas de la pareja humana, es que los cuentos
salen como resultado de experiencias que pueden ser múltiples y lejanas; son
una serie de factores. Es cierto que cuando se incendia la casa no puedes estar
oliendo las flores del jardín. Pero yo no creo que mis personajes “le quiten el
poto a la jeringa”, como decimos en Chile. Siempre se desprende algún
comentario ácido para toda la serie de valores burgueses que intenta dominar
nuestra vida, imponernos la hipocresía, cegarnos frente a la realidad; siempre
hay una visión de mundo que se da la mano y el brazo con las fuerzas del avance
popular hacia la meta revolucionaria de transformar el mundo, de eliminar la
explotación… Aunque los temas no sean la huelga o la guerrilla. Ahora, la
experiencia del exilio si va apareciendo. En este libro viene cuento titulado
El mar. En Sin morir del todo aparece en varios. Tengo otro más nuevo, inédito,
también sobre el tema. Van saliendo. Pero lo que no puedo hace es sentarme a la
máquina y decirme: ahora voy a escribir un libro de cuentos sobre el exilio.
—La verdad es que se nota que el exilio te ha marcado y te está marcando.
—Eso está bien; me ha marcado y me está marcando. Para terminar el punto, en mi próxima novela, que editará pronto Grijalbo, vuelco toda una serie de experiencias sobre lo que significó en Chile el proceso de la Unidad Popular en la vida diaria e ideológicamente. Pero también aparecen hechos y situaciones que marcaron a la gente veinte años antes… Hay un personaje que hacia la fecha del golpe es un militante revolucionario, pero que veinte años antes fue también un joven crápula, frívolo, superficial… Cerremos el tema.
—Y volvemos entonces al desamor…
—Te decía que no me
gusta esa palabra. Yo no más creo en el amor; el desamor no existe: todo es el
amor. El amor a una mujer, el amor a tus padres, a tus hijos, a tus amigos, al
mar, a los insectos, ¡Qué sé yo!
—Me parece extraño. He estado releyendo tus cuentos y en casi todos veo una especie de segmento final que siempre es el desamor. Creo que es estado es definitivamente una de tus constantes.
—Pero oriéntame en
qué cuento, porque para mí el desamor es casi un fantasma. Creo en el amor y en
los pasos, en las etapas, en las facetas del amor. Por ejemplo en mi propia
relación personal con las mujeres no ha habido nunca desamor. Puede haber
habido violencia, desilusión, rompimiento, tedio, odio temporal, celos, lo que
sea. Pero no desamor. No entiendo eso de desamor.
—Yo en ningún momento me refería a tu experiencia personal; imposible además que me fuera por ese lado. Pero el desamor como una constante y como una obsesión, lo veo dentro de tu obra. Me pides ejemplos y te los doy: en Dos Lagartos en una Botella veo que el desamor es el hilo fundamental: Morir en Guanajuato, Alacrán negro, Vodka, Presuicidio en el mar y el que da el título al libro. Casos aparte parecen El esqueleto de un dinosaurio y El mar; y ya de otra onda Muchos señores calvos y sin bigote y Un leopardo en la cumbre de un volcán, donde más que desamor es la soledad y el aburrimiento total lo que impera.
—Bien, déjame
echarle una ojeada al índice. Morir en Guanajuato. Es bien clara cuál fue la
motivación para escribirlo: la impresión que causa el museo de las momias,
donde las ves en hilera y un tipo te va diciendo esta momia es Fulana y vivió
en tales fechas y esta otra es Zutana y hace cinco años que los sacaron del
cementerio, y a este otro hace ochenta que lo sacaron del cementerio. Un doctor
francés vestido de chaqué y con chaleco y a su lado (a los extranjeros los pone
aparte) ves a una chinita pequeña con una enagua donde está ya muy seca la
mancha de sangre. Ese doctor francés y esa chinita le producen un estímulo muy
fuerte a la imaginación, y el tema del amor se da allí solo. Que el desenlace
de la historia que invente con estos personajes que jamás tuvieron que ver el
uno con el otro, que ni siquiera pudieron conocerse, que vivieron en épocas
distintas, pero que ahora comparten de cierta forma un destino común en la
muerte, sea una historia de amor y decepción, pues ahí estoy metiéndome en la
cosa. Quizás pueda ser yo algo escéptico en los detalles de la vida mínima.
Pero no en mi concepción total… Vamos viendo los cuentos.
—Permíteme un momento. En Morir en Guanajuato tú creas una historia. A mí esa historia, desde el primer momento me da un ambiente de desamparo; es decir, comienza esto con el médico francés huyendo de Francia, de su cotidianidad y su esposa, luego se encuentra con una chinita y tiene su historia de amor que es un tanto sórdida, un tanto dolorosa; y desde el primer momento, uno sabe que la cosa acaba, y que acaba mal; es decir desde el primer momento del cuento tú no les concedes ninguna posibilidad de salvación.
—Ya son momias.
—Claro, y ensangrentadas para más remate. Igual que el chavo de Presuicidio en el mar.
—Pero lo que salva
a algunos es el estrecho momento del fracaso y el momento de la resolución
final. El personaje de Presuicidio en el mar, por ejemplo, se salva en ese
trecho, porque el tiempo sigue pasando y transformando lo que media entre un
instante y otro, y de pronto las cosas son ya diferentes. Primero se va a matar
y luego dice “que tanto”.
—Volvamos a tus inicios como escritor, me gustaría que me platicaras sobre tu generación.
—Cuando yo empecé a
publicar las primeras cosas, se me apareció una especie de hada madrina, un
escritor algunos años mayor que yo que “integraba” esa generación que
Lafourcade llamó del 50 pero donde no estaban algunos de los escritores más
importantes de ese momento y de esa edad, como José Miguel Varas, Luis Vulliamy
y Edesio Alvarado. Mientras los del 50 ejercitaban el estilo, se hacían mucho
autobombo y adoptaban posturas existencialistas, estos otros escritores, a los
que se suman también Sergio Villegas, Franklin Quevedo y algunos otros, habían
dejado temporalmente la pluma y se dedicaban horario completo a la lucha
política desde la clandestinidad, al periodismo clandestino, etcétera. Como dije,
encontré a esa hada madrina, Armando Cassigoli, que era una excepción entre los
del 50 por su militancia a través de la acción y de las letras. Cassigoli
dirigía la revista de la Sociedad de Escritores de Chile. Me pidió un cuento y
ese cuento apareció publicado en una revista que leían casi todos los
escritores. Antes habían salido algunas cosas mías en el suplemento dominical
del diario El Siglo, del PC Chileno.
—¿No te estás refiriendo a la antología de cuentistas jóvenes que hizo Cassigoli?
—No: esto fue
antes. La antología vino a salir en 1959, cuando yo estaba trabajando como
traductor en Pekín. Se llamaba Cuentistas de la Universidad, aunque
prácticamente todos éramos nada más de una de las facultades de la Universidad
de Chile. Allí se dio a conocer a un grupo que comenzaba a patalear en la
narrativa. Algunos eran ya conocidos y estaban escribiendo bien, como Jorge
Teillier, a mi juicio uno de los mejores poetas de Chile en cualquier tiempo
(pasado, presente y futuro), y como Jaime Valdivieso, que por esos mismos días
publicaba su novela El muchacho. Otros apenas nos dejábamos caer y
encontrábamos los primeros enfrentamientos con la crítica literaria. Había unos
cuantos talentos en esa antología, pero varios los ejercieron por otros cauces:
Grinor Rojo en la crítica y el ensayo, Guzmán en el cine. Skármeta y yo
persistimos tercamente en el cuento, con entusiasmo y porfía. También siguieron
escribiendo, de esta “novísima generación”, como nos bautizó, José Donoso,
Carlos Morand y Cristián Huneeus…
—De infausta memoria, este último.
—Sí, claro; yo creo
que es una especie de muerto, un tipo de museo de cera… Hay otro que siguió
escribiendo, pero que sólo vino a publicar ya un poco tarde con respecto a los
demás, Ernesto Malbrán, muy bueno, muy loco, audaz, vital…
—¿Y en qué generación se ubicarían Miranda, Quijada, Domínguez, Jerez y, ah, Olivares que, al menos publicitariamente, se añade pronto al dúo que a principios de los sesenta era la joven narrativa chilena, o sea, Skármeta y tú?
—Todos lo que has
nombrado son buenos escritores. Te faltó Ramiro Rivas, que anda muy bien. En
cuanto a cuestión generacional, no sé, creo que somos todos afines, aunque
Miranda tenga cinco años más que yo y yo cinco más que Olivares. A propósito,
Olivares reconoce su deuda fundamental con un escritor mexicano José Agustín.
Una vez en una fiesta se me acerca Olivares y me dice: “¿Qué piensas tú de mis
cuentos?” Yo le digo que me gustan, pero que están en la onda demasiado
skarmetiana y creo que no es bueno que un escritor joven y vital esté en la
onda de otra persona; que tiene que estar en su propia onda. Olivares me dice
“no, yo no soy skarmetiano, mi raíz está en José Agustín”. Yo, ignorante, le
pregunto “¿José Agustín Qué?” “José Agustín a secas”, me dice, y había otro
compañero que lo secunda (era Mariano Aguirre) y me dice escandalizado “¿qué no
conoces a José Agustín?” Me vi entre la espada y la pared y confesé: “no,
¿Quién es, quién es? Pues José Agustín era el más importante autor joven, con
Gustavo Sainz y otro de otro país de habla hispana que no recordé en ese
momento. Pensé que estaban en un estado de mucha exaltación (¿los pícaros
grados?), pero al día siguiente fui a la librería universitaria y casi con
vergüenza pregunté por José Agustín. Vergüenza, digo, porque sentía un poco el
deber de dar también el apellido; y me pasan una novela que se llama De perfil
y que leí muy rápido. Me pareció muy buena novela, muy fresca, graciosa, llena
de vida, de hallazgos de lenguaje, y vi un poco lo que querían decir estos
cuates. A todo esto en Chile vivíamos un proceso de lucha política, de
compromisos vitales con el avance revolucionario, de entrega a las tareas
cotidianas, y todo eso absorbía mucho tiempo. Pues con respecto a esta
generación “novísima” (siempre me ha reventado la sangre esta palabra), creo
que ya no tienen validez; fue totalmente dividida. Para gente como Skármeta,
Ariel Dorfman (que se incorporó más tarde a la narrativa, pero ya era conocido
como ensayista), Manuel Miranda, Jerez, Olivares, los tipos como Hunneus o
MOrand no significan nada. Hunneus partió con algún impulso, pero derivó su
talento hacia un esquematismo aristocrático. Su último libro, La casa en
Algarrobo, me parece detestable…
—¿Tu generación es influida por qué gente? ¿A quiénes crees le deben diversos rumbos creativos? Y tú, en particular, ¿qué escritores crees que marcan tu obra?
—Tengo la impresión
de que en general nos tocó con mayor fuerza la influencia de los novelistas
norteamericanos, Hemingway, Faulkner, Caldwell, Dos Pasos, Saroyan. Conocemos a
Chejov y Mauppassant, a Falubert y Dostoievski, pero nos inclinamos a la
desliteraturización de la narrativa que iniciaron los norteamericanos,
partiendo, me parece, desde el propio Mark Twain, con su colosal Huck Fin. En
Skármeta, por ejemplo, se divisa a los beatniks como Kerouac O ginsberg, pero
también a otros más viejos, como Saroyan y el Hemingway de los primeros
cuentos.
—También se divisa a Hemingway en tus cuentos.
—Saroyan es un tipo
que me gusta mucho y que releo a menudo. Acabo de encontrar un libro en el que
mete una especie de prólogo que se llama declaración de un escritor, o algo parecido.
Lo escribe Saroyan veinte años después de publicar su primer libro y con ese
motivo, y es excelente, se puede calificar de maravilloso. Después de leerlo
casi no quedan ganas de leer los cuentos, porque uno piensa que no pueden ser
mejores. Un tipo absolutamente vivo, activo, cambiante, que no está nunca
sometido a la misma rígida norma…
—Sí, como que Saroyan se conoce poco en español…
—Porque no es
espectacular. No es quizás u tipo de Premio Nobel. Pero tiene muy buena entrega
y muy buena vocación. Al hacer el análisis de los últimos veinte años de su
vida en ese prólogo (últimos respecto a cuándo lo escribió), dice: Hace veinte
años escribí mi primer libro (que por lo demás se llamaba, si no engaña la
memoria, El joven del trapecio volador) y lo publiqué; desde entonces hasta
ahora nunca he ganado dinero por otros medios que no sean escribir; nunca
tampoco he ganado mucho dinero. Buen chance también, que le permite decir voy a
escribir y voy a vivir de eso y nunca voy a tener que pegar estampillas.
—Además Saroyan es en cierto sentido un escritor lírico, aunque
el lar sea alguna ciudad grande de California; es un escritor pegado a la
tierra.
—Es lírico sólo en
cierto sentido. Yo siempre asocio el término lírico con poetas como Teillier,
Omar Lara, Rolando Cárdenas, que quizás vengan un poco de la poesía de Francis
Jammes o Paul Geraldy, o del Gran Meaulnes; digamos como una constante vocación
de la infancia, de lo perdido, de lo ido. No creo que Saroyan esencialmente sea
eso, aunque siempre en él está presente su ascendencia armenia. Los armenios
son gente formidable, apegados de un modo fanático a sus tradiciones familiares,
a su idioma (estoy hablando de los armenios en Norteamérica), a sus guisos y
sus costumbres. Los armenios norteamericanos son norteamericanos, pero no dejan
nunca de ser armenios. Así se ve en esa formidable novela que es Un tal Rock
Wagram…
—Hablábamos, para volver al tema de tu generación…
—Hay dos escritores
singulares a los que me parece difícil detectarles las influencias: Lavín Cerda
y Rodrigo Quijada. Ambos viven en México y publicarán pronto, de modo que es
preferible esperar. Quijada es en cierto modo un humorista negro. Su visión del
mundo y los hombres se asemejan a veces con los de ese ponzoñoso Bierce del
Diccionario del Diablo. Está por aparecer su novela Graduación, que dará una
buena sorpresa.
—¿Hay algo más que quieras decir, Poli?
—Sí, que estoy un
poco cansado porque llevamos como tres horas hablando de temas forzados;
forzados en el sentido de que esto es una entrevista y que hay que estar
alerta. Pero me gustaría decir que hablando al correr de la cinta se le pasan a
uno muchas cosas. Acabo de pensar que durante un buen rato me referí a los
escritores de mi generación, y que no dije nada de varios que son estupendos,
como Hernán Valdés, autor de dos novelas sumamente interesantes y de ese
formidable testimonio de la represión y la ignominia que es Tejas Verdes, como
Víctor Torres, cuentista y dramaturgo al que le he perdido la pista. Pero no
sigamos. Déjame terminar diciendo que mi generación ya tiene algunos rasgos
fuertes. Es en parte una generación del exilio, y en parte una generación de la
clandestinidad… Dicen las malas lenguas que hace años Enrique Lafourcade se enojó
con Claudio Giaconi y lo excluyó de la segunda antología de cuentistas del 50,
algo así como que lo expulsó de la generación. Con los conformistas, nosotros haremos
lo mismo, los expulsaremos de nuestra generación. Puede sonar divertido. La
verdad es que ya están quedando marginados.
* Entrevista
publicada originalmente en la segunda época de la revista mexicana Plural (diciembre de 1976), con fotografías de Ricardo Salazar.