viernes, 11 de agosto de 2017

Entrevista a Poli Délano por Bolaño

Dos lagartos ante una botella
Por Roberto Bolaño/Plural

Poli Délano (nacido en 1936), desde sus primeras obras se coloca entre los mejores narradores chilenos de la generación de los sesentas; entre los libros de esa época cabe mencionar Gente Solitaria, Santiago 1960; Amaneció nublado, Santiago 1962 y Cero a la izquierda, novela publicada en 1966. Con Cambio de Máscara, premio Casa de las Américas 1973, se ubica como uno de los mejores cuentistas jóvenes de Latinoamérica. En México ha publicado tres libros (El dedo en la llaga, Samo 1974; Sin morir del todo, Extemporáneos 1975 y Dos lagartos en una botella, Mortiz 1976). Con este último obtuvo el Premio Nacional de Cuento. Pronto aparecerá su novela En este lugar sagrado, editada por Grijalbo. Militante de izquierda, traductor del inglés, buen tomador de vino, padre de dos niñas hermosas (sobre todo Viviana), excelente conversador, Poli se mete con todo: largas peripecias en algún lugar del mundo, donde el héroe acelera sus sentidos al máximo o bien se aburre mortalmente: devoradores de almejas con lágrimas, porotos y memoria: parejas caníbales que se persiguen por las calles de Santiago mientras él les aplaude o les silba o aúlla junto a ellos, siempre inmiscuido, cuando no autobiográfico hasta la médula. Todos-sus-cuentos-recorridos-por-la-violencia. Ojos carrozas desfiladero abajo.

—¿Cómo te inicias en la narrativa, en la literatura. Cuáles son tus posiciones, los puntos de arranque de tu generación y de ti en particular?
—Casi podría decir que la primera motivación que tuve para escribir fue un estímulo material. No se trataba de dinero sino de un viaje. En un periódico de la izquierda chilena había leído que se abría un concurso internacional (podían participar todos los países y todos los idiomas) para una obra de teatro y que el premio era un viaje a un festival de la juventud que se iba a efectuar, me parece, en Bucarest.

—¿Qué edad tenías entonces?
—Dieciséis debo de haber tenido. Un viaje a Bucarest, ¡fantástico!, dije con un optimismo sumamente ciego. Si hay que escribir, escribimos. Y me puse a la máquina y empecé a inventar personajes y poner lo que decían… Escribí una obrita en un acto que fue enviada a ese concurso donde no ganó ni el mínimo reconocimiento, porque la verdad es que debe haber sido muy mala, aunque la hice con mucha fuerza interna. No fui a Bucarest, pero me pasó algo más importante: al estar inventando cosas que hacían y decían los personajes de ese dramita, descubrí que me gustaba mucho estar escribiendo, que por ahí andaba mi onda y eso fue la partida, el despegue.

—Pero tú tendrías un contacto más o menos cotidiano con escritores; tu padre es un escritor conocidísimo en Chile…
—Claro, mi padre es un escritor conocido, muy querido por mucha gente de muchas partes, y además muy buen escritor. Yo creo que ha escrito cuentos y novelas de primera. Lo que no tiene es paciencia para la gestión editorial. Escribe y guarda. Varios de sus últimos libros, como Sobre todo Madrid (que pronto publicará en México Extemporáneos), Antropofagia y El año veinte se editaron porque yo oficié de agente, firmé los contratos, corregí las pruebas y todo eso… Bueno pero el hecho es que cuando yo comencé a escribir había estado más o menos tres años sin ver a mi padre, ya que el sufría un exilio político (el primero) provocado por la persecución que González Videla “el traidor”, como le puso Neruda, desató contra la izquierda, principalmente contra el Partido Comunista. Naturalmente el hecho de que mi padre fuera escritor, tuviera amigos escritores con quienes me tocaba convivir bastante, tiene que haber influido en mis tendencias. Mis dos hijas (no sé si serán escritoras cuando llegue el momento) escriben cuentos y poesías y dejan a la gente, no sólo a mí, tú también has leído algo, con la boca abierta… Bueno a lo que iba: a raíz de la obrita de teatro, y déjame hacer otro paréntesis: el tema de esa obrita de teatro es absolutamente actual. El escenario es una celda y los personajes son cuatro muchachos que han caído presos en una redad policial mientras hacían un rayado mural, propaganda clandestina. Cada uno va siendo sacado para “los interrogatorios” y devuelto en calidad de bulto después de las torturas, pero sin haber “cantado”. Vuelvo al centro: lo que me gustó más al escribir este drama fue crear personajes (¿una forma de deidad?) y entonces empecé a escribir cuentos.

—Poli, para ti como cuentista, ¿Qué es contar?
—Eso es más o menos complejo. Desde un punto de vista primitivo, para mi escribir un cuento es nada más que narrar una historia desde su principio hasta su final. Así ha sido la narrativa durante siglos. Cuando tú lees los cuentos de Chaucer, que son en verso porque cuando los escribió eso era lo convencional, o ves Las Mil y una Noches, o ves cualquier cantidad de narraciones antiguas (me acuerdo de una transcripción muy hermosa que hizo el francés Bedier de la leyenda de Tristán e Isolda), pues todas se centran en la historia; como que la historia es lo básico. Para mí la historia sigue siendo lo básico, y para llegar a descubrirlo se pasa por todo un proceso que involucra estudio, mucha lectura, intentos experimentales (suelen ser una tentación), etcétera. Uno de los protagonistas del Cuarteto de Alejandría, el escritor más joven, termina declarando, al final de la novela, que ha descubierto, después de mucho tiempo y mucho trabajo, que ya puede empezar, porque ha llegado a saber que desde que el mundo es mundo, toda historia ha debido comenzar con las palabras “érase una vez”…, que es como comienzan los cuentos infantiles y también el Retrato del artista adolescente, de Joyce: “Once upon a time, there was a moo-cow coming bown along the road” o algo así. Claro que una cosa es contar una historia bien, con toda la sal y pimienta que la haga disfrutable: con la profundidad que la convierta en un micromundo. Contar bien una historia involucra una serie de complejidades. Hay tipos que adquieren un gran manejo de la pluma y que tienen poco o nada que decir, escritores fríos y fósiles, pero “buenos”. Hay otros que tienen un buen caudal de vida, de experiencia, de mundo raro, singular, de observación sicológica, etcétera, pero que carecen de esa buena pluma, de la capacidad de volcar bien lo escrito: son escritores “malos”. Si juntamos materia prima (que naturalmente comprende la dosis necesaria de talento) y oficio (que involucra el trabajo cotidiano, permanente), tenemos la habilidad de un buen escritor. Mark Twain, refiriéndose inclusive al genio, lo dijo muy bien: es diez por ciento de talento y noventa por ciento de sudor… Bueno decía que lo central es tener una historia que contar. Ahora, quizás la historia misma no se justifique. Debe trascenderse, decirnos algo más sobre la condición humana…

—Alguien te ha señalado que en Dos lagartos en una botella no se ven las últimas experiencias que ha vivido Chile…
—Yo no nací con la dictadura de Pinochet, yo había nacido mucho antes. Quiero decir, no puedo escribir partiendo desde el golpe militar. No puedo escribir únicamente sobre el exilio. He escrito y sigo escribiendo sobre el exilio. Pero como yo vivía desde mucho antes, también me afloran otras cosas, personajes de otras épocas, historias que persisten desde la infancia, obsesiones, viejos dolores. A lo mejor de aquí a cinco años (aunque esté ya de regreso en Chile) lo que prime sea el exilio. Por ejemplo en Dos Lagartos por primera vez he escrito un cuento que dice algunas cosas sobre China, hace casi quince años que viví en China y nunca había escrito nada. Pasé un mes y medio en Japón y después escribí un libro sobre Japón, un diario de viaje medio pintoresquista que tal vez fue mejor que se perdiera. Pasé dos semanas en Kenia y también escribí un libro de viaje que si se publicó. Con una semana de estar en cualquier parte, cualquier persona escribe un libro. Pero después de dos años de vivir en China, resulta difícil escribir sobre China. Es un conflicto, una mezcla de cosas, una confusión de cosas en que no sabes de repente si vas a poder logara alguna mínima síntesis.

—Pero fíjate que yo creo que en el cuento al que te refieres, Alacrán negro, más que escribir sobre China, tocas otro ángulo del mismo problema, de una obsesión que yo veo en todos tus cuentos, que es la cuestión del desamor. Yo creo que en cualquier ubicación geográfica es secundaria en tus cuentos: es más bien el telón donde se desarrolla una larga temporada de desamor y soledad…
—“Es tan corto el amor y tan largo el olvido”. Yo no creo que ese cuento sea fundamentalmente de desamor. Es una palabra que me revienta. Pero mira, aunque vayamos en desorden, te propongo dejar lo del desamor para un poco después, porque siento que como que no terminé de contestar la pregunta anterior, eso de que no se ven mucho las últimas experiencias de Chile…

—De acuerdo, adelante…
—Bueno, el hecho es que yo creo que soy un escritor comprometido con la vida, muy hondamente con la gente, con la libertad, con la revolución y con las clases que tienen la misión de misión de llevarla a cabo. Muchas veces, frente al fenómeno de contar bien una historia, me tropiezo: se puede contarla historia bien, pero uno piensa si acaso pueda no ser esa la historia que hay que contar. Es un problema de orden ideológico. Una de las cosas que sostengo con respecto a Dos lagartos…, libro que reúne diez cuentos donde lo central es la pareja humana en diversas experiencias: la conquista, por ejemplo, el engaño, la ruptura, la violencia, la nostalgia, en fin, lo que sea, las distintas cosas de la pareja humana, es que los cuentos salen como resultado de experiencias que pueden ser múltiples y lejanas; son una serie de factores. Es cierto que cuando se incendia la casa no puedes estar oliendo las flores del jardín. Pero yo no creo que mis personajes “le quiten el poto a la jeringa”, como decimos en Chile. Siempre se desprende algún comentario ácido para toda la serie de valores burgueses que intenta dominar nuestra vida, imponernos la hipocresía, cegarnos frente a la realidad; siempre hay una visión de mundo que se da la mano y el brazo con las fuerzas del avance popular hacia la meta revolucionaria de transformar el mundo, de eliminar la explotación… Aunque los temas no sean la huelga o la guerrilla. Ahora, la experiencia del exilio si va apareciendo. En este libro viene cuento titulado El mar. En Sin morir del todo aparece en varios. Tengo otro más nuevo, inédito, también sobre el tema. Van saliendo. Pero lo que no puedo hace es sentarme a la máquina y decirme: ahora voy a escribir un libro de cuentos sobre el exilio.

—La verdad es que se nota que el exilio te ha marcado y te está marcando.
—Eso está bien; me ha marcado y me está marcando. Para terminar el punto, en mi próxima novela, que editará pronto Grijalbo, vuelco toda una serie de experiencias sobre lo que significó en Chile el proceso de la Unidad Popular en la vida diaria e ideológicamente. Pero también aparecen hechos y situaciones que marcaron a la gente veinte años antes… Hay un personaje que hacia la fecha del golpe es un militante revolucionario, pero que veinte años antes fue también un joven crápula, frívolo, superficial… Cerremos el tema.

—Y volvemos entonces al desamor…
—Te decía que no me gusta esa palabra. Yo no más creo en el amor; el desamor no existe: todo es el amor. El amor a una mujer, el amor a tus padres, a tus hijos, a tus amigos, al mar, a los insectos, ¡Qué sé yo!

—Me parece extraño. He estado releyendo tus cuentos y en casi todos veo una especie de segmento final que siempre es el desamor. Creo que es estado es definitivamente una de tus constantes.
—Pero oriéntame en qué cuento, porque para mí el desamor es casi un fantasma. Creo en el amor y en los pasos, en las etapas, en las facetas del amor. Por ejemplo en mi propia relación personal con las mujeres no ha habido nunca desamor. Puede haber habido violencia, desilusión, rompimiento, tedio, odio temporal, celos, lo que sea. Pero no desamor. No entiendo eso de desamor.

—Yo en ningún momento me refería a tu experiencia personal; imposible además que me fuera por ese lado. Pero el desamor como una constante y como una obsesión, lo veo dentro de tu obra. Me pides ejemplos y te los doy: en Dos Lagartos en una Botella veo que el desamor es el hilo fundamental: Morir en Guanajuato, Alacrán negro, Vodka, Presuicidio en el mar y el que da el título al libro. Casos aparte parecen El esqueleto de un dinosaurio y El mar; y ya de otra onda Muchos señores calvos y sin bigote y Un leopardo en la cumbre de un volcán, donde más que desamor es la soledad y el aburrimiento total lo que impera.
—Bien, déjame echarle una ojeada al índice. Morir en Guanajuato. Es bien clara cuál fue la motivación para escribirlo: la impresión que causa el museo de las momias, donde las ves en hilera y un tipo te va diciendo esta momia es Fulana y vivió en tales fechas y esta otra es Zutana y hace cinco años que los sacaron del cementerio, y a este otro hace ochenta que lo sacaron del cementerio. Un doctor francés vestido de chaqué y con chaleco y a su lado (a los extranjeros los pone aparte) ves a una chinita pequeña con una enagua donde está ya muy seca la mancha de sangre. Ese doctor francés y esa chinita le producen un estímulo muy fuerte a la imaginación, y el tema del amor se da allí solo. Que el desenlace de la historia que invente con estos personajes que jamás tuvieron que ver el uno con el otro, que ni siquiera pudieron conocerse, que vivieron en épocas distintas, pero que ahora comparten de cierta forma un destino común en la muerte, sea una historia de amor y decepción, pues ahí estoy metiéndome en la cosa. Quizás pueda ser yo algo escéptico en los detalles de la vida mínima. Pero no en mi concepción total… Vamos viendo los cuentos.

—Permíteme un momento. En Morir en Guanajuato tú creas una historia. A mí esa historia, desde el primer momento me da un ambiente de desamparo; es decir, comienza esto con el médico francés huyendo de Francia, de su cotidianidad y su esposa, luego se encuentra con una chinita y tiene su historia de amor que es un tanto sórdida, un tanto dolorosa; y desde el primer momento, uno sabe que la cosa acaba, y que acaba mal; es decir desde el primer momento del cuento tú no les concedes ninguna posibilidad de salvación.
—Ya son momias.

—Claro, y ensangrentadas para más remate. Igual que el chavo de Presuicidio en el mar.
—Pero lo que salva a algunos es el estrecho momento del fracaso y el momento de la resolución final. El personaje de Presuicidio en el mar, por ejemplo, se salva en ese trecho, porque el tiempo sigue pasando y transformando lo que media entre un instante y otro, y de pronto las cosas son ya diferentes. Primero se va a matar y luego dice “que tanto”.

—Volvamos a tus inicios como escritor, me gustaría que me platicaras sobre tu generación.
—Cuando yo empecé a publicar las primeras cosas, se me apareció una especie de hada madrina, un escritor algunos años mayor que yo que “integraba” esa generación que Lafourcade llamó del 50 pero donde no estaban algunos de los escritores más importantes de ese momento y de esa edad, como José Miguel Varas, Luis Vulliamy y Edesio Alvarado. Mientras los del 50 ejercitaban el estilo, se hacían mucho autobombo y adoptaban posturas existencialistas, estos otros escritores, a los que se suman también Sergio Villegas, Franklin Quevedo y algunos otros, habían dejado temporalmente la pluma y se dedicaban horario completo a la lucha política desde la clandestinidad, al periodismo clandestino, etcétera. Como dije, encontré a esa hada madrina, Armando Cassigoli, que era una excepción entre los del 50 por su militancia a través de la acción y de las letras. Cassigoli dirigía la revista de la Sociedad de Escritores de Chile. Me pidió un cuento y ese cuento apareció publicado en una revista que leían casi todos los escritores. Antes habían salido algunas cosas mías en el suplemento dominical del diario El Siglo, del PC Chileno.

—¿No te estás refiriendo a la antología de cuentistas jóvenes que hizo Cassigoli?
—No: esto fue antes. La antología vino a salir en 1959, cuando yo estaba trabajando como traductor en Pekín. Se llamaba Cuentistas de la Universidad, aunque prácticamente todos éramos nada más de una de las facultades de la Universidad de Chile. Allí se dio a conocer a un grupo que comenzaba a patalear en la narrativa. Algunos eran ya conocidos y estaban escribiendo bien, como Jorge Teillier, a mi juicio uno de los mejores poetas de Chile en cualquier tiempo (pasado, presente y futuro), y como Jaime Valdivieso, que por esos mismos días publicaba su novela El muchacho. Otros apenas nos dejábamos caer y encontrábamos los primeros enfrentamientos con la crítica literaria. Había unos cuantos talentos en esa antología, pero varios los ejercieron por otros cauces: Grinor Rojo en la crítica y el ensayo, Guzmán en el cine. Skármeta y yo persistimos tercamente en el cuento, con entusiasmo y porfía. También siguieron escribiendo, de esta “novísima generación”, como nos bautizó, José Donoso, Carlos Morand y Cristián Huneeus…

—De infausta memoria, este último.
—Sí, claro; yo creo que es una especie de muerto, un tipo de museo de cera… Hay otro que siguió escribiendo, pero que sólo vino a publicar ya un poco tarde con respecto a los demás, Ernesto Malbrán, muy bueno, muy loco, audaz, vital…

—¿Y en qué generación se ubicarían Miranda, Quijada, Domínguez, Jerez y, ah, Olivares que, al menos publicitariamente, se añade pronto al dúo que a principios de los sesenta era la joven narrativa chilena, o sea, Skármeta y tú?
—Todos lo que has nombrado son buenos escritores. Te faltó Ramiro Rivas, que anda muy bien. En cuanto a cuestión generacional, no sé, creo que somos todos afines, aunque Miranda tenga cinco años más que yo y yo cinco más que Olivares. A propósito, Olivares reconoce su deuda fundamental con un escritor mexicano José Agustín. Una vez en una fiesta se me acerca Olivares y me dice: “¿Qué piensas tú de mis cuentos?” Yo le digo que me gustan, pero que están en la onda demasiado skarmetiana y creo que no es bueno que un escritor joven y vital esté en la onda de otra persona; que tiene que estar en su propia onda. Olivares me dice “no, yo no soy skarmetiano, mi raíz está en José Agustín”. Yo, ignorante, le pregunto “¿José Agustín Qué?” “José Agustín a secas”, me dice, y había otro compañero que lo secunda (era Mariano Aguirre) y me dice escandalizado “¿qué no conoces a José Agustín?” Me vi entre la espada y la pared y confesé: “no, ¿Quién es, quién es? Pues José Agustín era el más importante autor joven, con Gustavo Sainz y otro de otro país de habla hispana que no recordé en ese momento. Pensé que estaban en un estado de mucha exaltación (¿los pícaros grados?), pero al día siguiente fui a la librería universitaria y casi con vergüenza pregunté por José Agustín. Vergüenza, digo, porque sentía un poco el deber de dar también el apellido; y me pasan una novela que se llama De perfil y que leí muy rápido. Me pareció muy buena novela, muy fresca, graciosa, llena de vida, de hallazgos de lenguaje, y vi un poco lo que querían decir estos cuates. A todo esto en Chile vivíamos un proceso de lucha política, de compromisos vitales con el avance revolucionario, de entrega a las tareas cotidianas, y todo eso absorbía mucho tiempo. Pues con respecto a esta generación “novísima” (siempre me ha reventado la sangre esta palabra), creo que ya no tienen validez; fue totalmente dividida. Para gente como Skármeta, Ariel Dorfman (que se incorporó más tarde a la narrativa, pero ya era conocido como ensayista), Manuel Miranda, Jerez, Olivares, los tipos como Hunneus o MOrand no significan nada. Hunneus partió con algún impulso, pero derivó su talento hacia un esquematismo aristocrático. Su último libro, La casa en Algarrobo, me parece detestable…

—¿Tu generación es influida por qué gente? ¿A quiénes crees le deben diversos rumbos creativos? Y tú, en particular, ¿qué escritores crees que marcan tu obra?
—Tengo la impresión de que en general nos tocó con mayor fuerza la influencia de los novelistas norteamericanos, Hemingway, Faulkner, Caldwell, Dos Pasos, Saroyan. Conocemos a Chejov y Mauppassant, a Falubert y Dostoievski, pero nos inclinamos a la desliteraturización de la narrativa que iniciaron los norteamericanos, partiendo, me parece, desde el propio Mark Twain, con su colosal Huck Fin. En Skármeta, por ejemplo, se divisa a los beatniks como Kerouac O ginsberg, pero también a otros más viejos, como Saroyan y el Hemingway de los primeros cuentos.

—También se divisa a Hemingway en tus cuentos.
—Saroyan es un tipo que me gusta mucho y que releo a menudo. Acabo de encontrar un libro en el que mete una especie de prólogo que se llama declaración de un escritor, o algo parecido. Lo escribe Saroyan veinte años después de publicar su primer libro y con ese motivo, y es excelente, se puede calificar de maravilloso. Después de leerlo casi no quedan ganas de leer los cuentos, porque uno piensa que no pueden ser mejores. Un tipo absolutamente vivo, activo, cambiante, que no está nunca sometido a la misma rígida norma…

—Sí, como que Saroyan se conoce poco en español…
—Porque no es espectacular. No es quizás u tipo de Premio Nobel. Pero tiene muy buena entrega y muy buena vocación. Al hacer el análisis de los últimos veinte años de su vida en ese prólogo (últimos respecto a cuándo lo escribió), dice: Hace veinte años escribí mi primer libro (que por lo demás se llamaba, si no engaña la memoria, El joven del trapecio volador) y lo publiqué; desde entonces hasta ahora nunca he ganado dinero por otros medios que no sean escribir; nunca tampoco he ganado mucho dinero. Buen chance también, que le permite decir voy a escribir y voy a vivir de eso y nunca voy a tener que pegar estampillas.

—Además Saroyan es en cierto sentido un escritor lírico, aunque el lar sea alguna ciudad grande de California; es un escritor pegado a la tierra.
—Es lírico sólo en cierto sentido. Yo siempre asocio el término lírico con poetas como Teillier, Omar Lara, Rolando Cárdenas, que quizás vengan un poco de la poesía de Francis Jammes o Paul Geraldy, o del Gran Meaulnes; digamos como una constante vocación de la infancia, de lo perdido, de lo ido. No creo que Saroyan esencialmente sea eso, aunque siempre en él está presente su ascendencia armenia. Los armenios son gente formidable, apegados de un modo fanático a sus tradiciones familiares, a su idioma (estoy hablando de los armenios en Norteamérica), a sus guisos y sus costumbres. Los armenios norteamericanos son norteamericanos, pero no dejan nunca de ser armenios. Así se ve en esa formidable novela que es Un tal Rock Wagram…

—Hablábamos, para volver al tema de tu generación…
—Hay dos escritores singulares a los que me parece difícil detectarles las influencias: Lavín Cerda y Rodrigo Quijada. Ambos viven en México y publicarán pronto, de modo que es preferible esperar. Quijada es en cierto modo un humorista negro. Su visión del mundo y los hombres se asemejan a veces con los de ese ponzoñoso Bierce del Diccionario del Diablo. Está por aparecer su novela Graduación, que dará una buena sorpresa.

—¿Hay algo más que quieras decir, Poli?
—Sí, que estoy un poco cansado porque llevamos como tres horas hablando de temas forzados; forzados en el sentido de que esto es una entrevista y que hay que estar alerta. Pero me gustaría decir que hablando al correr de la cinta se le pasan a uno muchas cosas. Acabo de pensar que durante un buen rato me referí a los escritores de mi generación, y que no dije nada de varios que son estupendos, como Hernán Valdés, autor de dos novelas sumamente interesantes y de ese formidable testimonio de la represión y la ignominia que es Tejas Verdes, como Víctor Torres, cuentista y dramaturgo al que le he perdido la pista. Pero no sigamos. Déjame terminar diciendo que mi generación ya tiene algunos rasgos fuertes. Es en parte una generación del exilio, y en parte una generación de la clandestinidad… Dicen las malas lenguas que hace años Enrique Lafourcade se enojó con Claudio Giaconi y lo excluyó de la segunda antología de cuentistas del 50, algo así como que lo expulsó de la generación. Con los conformistas, nosotros haremos lo mismo, los expulsaremos de nuestra generación. Puede sonar divertido. La verdad es que ya están quedando marginados.


* Entrevista publicada originalmente en la segunda época de la revista mexicana Plural (diciembre de 1976), con fotografías de Ricardo Salazar.