Encuentros
con José Agustín
Por Ana V. Clavel*
Tenía
fama de haber sido el enfant terrible de
la literatura mexicana. Su aura de
escritor ondero y transgresor lo precedía. Mucho antes de leer La tumba, De perfil o Se está haciendo
tarde (final frente a laguna). En el primer taller literario en el que
participé, Orlando Ortiz nos contó la anécdota de que Agustín había estado en
el taller Mester de Arreola. La manera de “tallerear” del maestro de Zapotlán
tenía que ver con un asunto de perfección y estilo: les pedía a sus alumnos
pulir y aligerar la frase como una piedra preciosa. Muy el estilo del propio
Arreola: la palabra justa, la frase exacta. “Imagínense, nos decía Orlando,
Agustín escribiendo como Arreola”. (Orlando, en cambio, nos recomendaba: escriban
como quieran, cada quien va a construir o descubrir su propio estilo. Aquí lo
que importa es si un texto funciona o no… Yo no quiero Arreolitas.)
Pero
Agustín se sobrepuso. Se apartó de él y tomó distancia, una gran distancia: el
parricidio literario. Y escribió La tumba
plagada de guiños coloquiales y mundos alucinantes como la juventud iconoclasta
que irrumpía en aquel momento.
Recuerdo
que lo visité en Cuautla por ahí de 85 para una entrevista que apareció en la sección
cultural de Unomásuno, cuando la
coordinaba Roberto Vallarino. Yo quería entrevistar a los escritores que habían
pasado por Mester. Aceptó de inmediato y nos vimos en su casa. Margarita, de
mirada transparente y amorosa, nos llevó una jarra de agua de limón fresca y
sus hijos jugaban futbol en el jardín. José Agustín contestó a todas mis
preguntas, incluida la de por qué publicó textos en la revista del taller (“Parábolas” y “Aclaración”) que eran tan
arreoleanos. Entonces me respondió: “Es que no pude sustraerme a la influencia
y traté de hacer algunos experimentos. Arreola era carismático como él solo.
Pero realmente para esas fechas (1962-63) ya tenía escrita La tumba y otros cuentos, entre ellos “Nicolás” que fue
prácticamente mi primer ejercicio de lenguaje coloquial total, libre y
reinventado, y el tema eran unos porros en 1963”.
De los
encuentros literarios en Cuautla a principios de los noventa lo recuerdo como
un hermano mayor jovial e intenso, como un torbellino de ideas, palabras y
vehemencia, que obligaba a todos a la simpatía y a la atracción inmediatas, de
personalidad carismática e inteligencia veloz, tratando de tú a tú a sus
contemporáneos y a los más jóvenes con absoluta sencillez y cordialidad, nada
que ver con la mamonería y altivez de otras vacas sagradas. Escribí un texto
sobre Elena Garro y Ángeles Mastretta para leerlo en una de las mesas. Como
ambas son de origen poblano, me preguntaba: ¿Qué tiene Puebla para dar Ángeles
con tanta Garra? Vi a Agustín sonreír con el juego de palabras.
Mi último
encuentro memorable con José Agustín fue con su voz en el encuentro de
escritores de Ciudad Juárez de 2010 que le rindió homenaje. Meses antes había
sucedido el accidente de la caída en un foro, que lo tuvo en terapia intensiva
por casi un mes. Aunque los organizadores pensaron que para entonces ya estaría
recuperado, Agustín no pudo viajar. En la sesión de clausura, ante un auditorio
abarrotado que aún guardaba la esperanza de verlo aparecer, la voz del escritor
homenajeado se escuchó por los altavoces vía un enlace telefónico. Agradecía el
gesto pero su voz se escuchaba distante, no en Cuautla sino en otro universo.
Fue triste porque nos descubrió a todos que el asunto era más serio de lo que
suponíamos.
Entonces
retomaron la palabra Evodio Escalante y Gustavo Sáinz para cerrar la mesa
final. Evodio leyó un ensayo brillante sobre el Rey Lagarto de nuestras letras
y Gustavo habló de su amistad por más de cincuenta años con Agustín, cuando se
conocieron y publicaron jovencitos en los años sesenta, de sus complicidades y
afinidades literarias, musicales, vivenciales. Ese relato duró escasamente
cinco minutos y fue seguido por el discurso de un Sáinz descolocado que durante
más de una hora habló y habló de sí mismo y de sus libros y de sus logros y de sus
reediciones y de sus libros de nuevo… Sáinz fue una suerte de rock star en los setenta y ochenta pero
poco a poco su estrella declinó, y terminó recluido en una universidad
norteamericana. Se notaba necesitado de un justo reconocimiento y aplauso. Pero
confundió que el homenaje era para el amigo de otra época. Después de casi una
hora de un relato protagónico fuera de lugar, alguien en el público comenzó a
aplaudir para que se callara. Lo siguieron muchos porque daba pena ajena aquel
despropósito. Por fin, Gustavo Sáinz consternado, pareció entender.
Fue muy
triste. Un homenaje a José Agustín que no se había recuperado y al que no pudo
asistir, y un autohomenaje de un Gustavo Sáinz, en el homenaje de su amigo, que
ya perdía la perspectiva y que poco tiempo después moriría lejos de los
reflectores que lo llevaron a la fama con la novela generacional Gazapo y otras que la historia de nuestras
letras tendrá que reconsiderar con más objetividad y juicio.
No sé si José Agustín se enteró después de lo sucedido
en su homenaje de Ciudad Juárez. El asunto me hizo pensar en las relaciones
entre dos astros rey. Ignoro si alguna vez se distanciaron. Pero seguro Agustín
me diría con un gesto generoso: El gran Gustavo Saint-Sainz… ¿Te dije ya que Gazapo se llamaba primero “Conejo
extraordinario”, que guardo uno de los borradores originales con una
dedicatoria larga-larga, y es un auténtico clásico de la literatura mexicana?
* Colaboración especial para el libro: José Agustín en Morelos (1975-2020), del periodista Mario Casasús (Editorial Libertad Bajo Palabra, 2020). Foto: Barry Domínguez (Museo Casa de Morelos, 1993).