domingo, 5 de enero de 2020

Texto inédito de Ana Clavel


Encuentros con José Agustín
Por Ana V. Clavel*

Tenía fama de haber sido el enfant terrible de la literatura mexicana. Su aura de escritor ondero y transgresor lo precedía. Mucho antes de leer La tumba, De perfil o Se está haciendo tarde (final frente a laguna). En el primer taller literario en el que participé, Orlando Ortiz nos contó la anécdota de que Agustín había estado en el taller Mester de Arreola. La manera de “tallerear” del maestro de Zapotlán tenía que ver con un asunto de perfección y estilo: les pedía a sus alumnos pulir y aligerar la frase como una piedra preciosa. Muy el estilo del propio Arreola: la palabra justa, la frase exacta. “Imagínense, nos decía Orlando, Agustín escribiendo como Arreola”. (Orlando, en cambio, nos recomendaba: escriban como quieran, cada quien va a construir o descubrir su propio estilo. Aquí lo que importa es si un texto funciona o no… Yo no quiero Arreolitas.)
Pero Agustín se sobrepuso. Se apartó de él y tomó distancia, una gran distancia: el parricidio literario. Y escribió La tumba plagada de guiños coloquiales y mundos alucinantes como la juventud iconoclasta que irrumpía en aquel momento.
Recuerdo que lo visité en Cuautla por ahí de 85 para una entrevista que apareció en la sección cultural de Unomásuno, cuando la coordinaba Roberto Vallarino. Yo quería entrevistar a los escritores que habían pasado por Mester. Aceptó de inmediato y nos vimos en su casa. Margarita, de mirada transparente y amorosa, nos llevó una jarra de agua de limón fresca y sus hijos jugaban futbol en el jardín. José Agustín contestó a todas mis preguntas, incluida la de por qué publicó textos en la revista del taller (“Parábolas” y “Aclaración”) que eran tan arreoleanos. Entonces me respondió: “Es que no pude sustraerme a la influencia y traté de hacer algunos experimentos. Arreola era carismático como él solo. Pero realmente para esas fechas (1962-63) ya tenía escrita La tumba y otros cuentos, entre ellos “Nicolás” que fue prácticamente mi primer ejercicio de lenguaje coloquial total, libre y reinventado, y el tema eran unos porros en 1963”.
De los encuentros literarios en Cuautla a principios de los noventa lo recuerdo como un hermano mayor jovial e intenso, como un torbellino de ideas, palabras y vehemencia, que obligaba a todos a la simpatía y a la atracción inmediatas, de personalidad carismática e inteligencia veloz, tratando de tú a tú a sus contemporáneos y a los más jóvenes con absoluta sencillez y cordialidad, nada que ver con la mamonería y altivez de otras vacas sagradas. Escribí un texto sobre Elena Garro y Ángeles Mastretta para leerlo en una de las mesas. Como ambas son de origen poblano, me preguntaba: ¿Qué tiene Puebla para dar Ángeles con tanta Garra? Vi a Agustín sonreír con el juego de palabras.
Mi último encuentro memorable con José Agustín fue con su voz en el encuentro de escritores de Ciudad Juárez de 2010 que le rindió homenaje. Meses antes había sucedido el accidente de la caída en un foro, que lo tuvo en terapia intensiva por casi un mes. Aunque los organizadores pensaron que para entonces ya estaría recuperado, Agustín no pudo viajar. En la sesión de clausura, ante un auditorio abarrotado que aún guardaba la esperanza de verlo aparecer, la voz del escritor homenajeado se escuchó por los altavoces vía un enlace telefónico. Agradecía el gesto pero su voz se escuchaba distante, no en Cuautla sino en otro universo. Fue triste porque nos descubrió a todos que el asunto era más serio de lo que suponíamos.
Entonces retomaron la palabra Evodio Escalante y Gustavo Sáinz para cerrar la mesa final. Evodio leyó un ensayo brillante sobre el Rey Lagarto de nuestras letras y Gustavo habló de su amistad por más de cincuenta años con Agustín, cuando se conocieron y publicaron jovencitos en los años sesenta, de sus complicidades y afinidades literarias, musicales, vivenciales. Ese relato duró escasamente cinco minutos y fue seguido por el discurso de un Sáinz descolocado que durante más de una hora habló y habló de sí mismo y de sus libros y de sus logros y de sus reediciones y de sus libros de nuevo… Sáinz fue una suerte de rock star en los setenta y ochenta pero poco a poco su estrella declinó, y terminó recluido en una universidad norteamericana. Se notaba necesitado de un justo reconocimiento y aplauso. Pero confundió que el homenaje era para el amigo de otra época. Después de casi una hora de un relato protagónico fuera de lugar, alguien en el público comenzó a aplaudir para que se callara. Lo siguieron muchos porque daba pena ajena aquel despropósito. Por fin, Gustavo Sáinz consternado, pareció entender.
Fue muy triste. Un homenaje a José Agustín que no se había recuperado y al que no pudo asistir, y un autohomenaje de un Gustavo Sáinz, en el homenaje de su amigo, que ya perdía la perspectiva y que poco tiempo después moriría lejos de los reflectores que lo llevaron a la fama con la novela generacional Gazapo y otras que la historia de nuestras letras tendrá que reconsiderar con más objetividad y juicio.
No sé si José Agustín se enteró después de lo sucedido en su homenaje de Ciudad Juárez. El asunto me hizo pensar en las relaciones entre dos astros rey. Ignoro si alguna vez se distanciaron. Pero seguro Agustín me diría con un gesto generoso: El gran Gustavo Saint-Sainz… ¿Te dije ya que Gazapo se llamaba primero “Conejo extraordinario”, que guardo uno de los borradores originales con una dedicatoria larga-larga, y es un auténtico clásico de la literatura mexicana?

* Colaboración especial para el libro: José Agustín en Morelos (1975-2020), del periodista Mario Casasús (Editorial Libertad Bajo Palabra, 2020). Foto: Barry Domínguez (Museo Casa de Morelos, 1993).