Poli
Por Juan Villoro/Reforma
El destino literario de Poli Délano
comenzó en la cuna. Pablo Neruda, amigo de su padre, juzgó que ese rubicundo
bebé sería tan grande como el gigante Polifemo. Esto ocurría en 1936 y el niño
se llamaba Enrique. Las palabras del poeta resultaron proféticas en lo que toca
al nombre pero no a la estatura del futuro cuentista, cuyo apodo se redujo a
Poli.
Cuando lo conocí se definía
como un “vikingo enano”. La barba rojiza y la intensidad de la mirada eran los
de un arriesgado tripulante de navíos escandinavos. Había pasado parte de su
infancia en México, donde su padre, el escritor Luis Enrique Délano, era
diplomático. A los siete años presenció una escena que Mario Casasús ha
rescatado en un texto admirable: fue a Cuernavaca con su familia y Pablo
Neruda; ahí, un grupo de nazis agredió al poeta, que tuvo que defenderse a
sillazos.
En 1974 Poli volvió a México.
Su exilio duraría una década. La simpatía que despertó fue instantánea. Venía
del Chile de Allende, mancillado por la dictadura, y disponía de un inagotable
arsenal de vida. Había pasado años en China, conocía Kenia, había bebido seis
botellas de vino con Charles Bukowski. Hablaba de tangos con la misma soltura
con la que citaba en inglés a Hemingway, Saroyan, Faulkner, Joyce y todos los
demás. Había sido boxeador aficionado y, luego de un coqueteo con el maoísmo,
militó con los comunistas. Un héroe de acción capaz de escribir los cuentos,
marcados por los traslados y el romance, de Gente solitaria y Amaneció nublado.
Roberto Bolaño comentó que
quienes viven de ganar concursos literarios son como cazadores de cabelleras.
Poli pertenecía a esa estirpe pielroja. Ganó todos los concursos disponibles,
pero se libró de envidias gracias a su carácter generoso y a la escasa
importancia que concedía a sus logros. Su habilidad para conversar derivaba de
un complemento imprescindible: sabía escuchar. Su interés por los otros hacía
que aceptara toda clase de invitaciones a leer textos ajenos. Miguel Donoso
Pareja solía llevarlo a su taller como invitado de lujo. Además de discutir
nuestros manuscritos, Poli nos invitaba a comer empanadas a su casa, donde
esperábamos avistar a alguna de sus hermosas hijas.
Su personalidad provocaba
adhesión unánime, pero su concepción de la literatura no gozaba del mismo
consenso. En tiempos de desaforada experimentación, defendía la supremacía de
la trama. Para él, de Chaucer a nuestros días, la ficción dependía de una buena
historia. Los juegos estructurales y las aventuras del inconsciente no eran lo
suyo. En los amotinados años setenta su postura parecía convencional. Hoy
numerosos alardes de aquel tiempo resultan anticuados.
En 1976 coincidimos en la
premiación de la revista Punto de Partida. Él había sido jurado en cuento y yo
obtuve un segundo lugar con un texto muy influido por Desnudo en el tejado, de
Antonio Skármeta. Hablamos de chilenos hasta que otro joven autor se unió a nosotros:
Roberto Bolaño. Con la pasión con que opinaba de cualquier tema, dijo que los
cuentos de Skármeta y Délano tenían la potencia de los de Chéjov. Poli le
preguntó si había ganado algo en Punto de partida: “Tercero en poesía, aunque
más bien merezco una amonestación”, respondió el detective salvaje.
Poco después, Bolaño escribió
que Poli concebía sus cuentos como “largas peripecias en algún lugar del mundo
donde el héroe acelera sus sentidos o bien se aburre mortalmente: devoradores
de almejas con lágrimas, porotos y memoria: parejas caníbales que se persiguen
por las calles de Santiago mientras él les aplaude”.
Como buen boxeador, Poli no
quería pelear fuera del ring. Alguna vez lo hizo con algún colega chileno, pero
era incapaz de rencores. Sólo odiaba un muelle. En Santa Mónica, California,
había cargado en vilo al escritor Armando Cassigoli y amenazó con tirarlo al
mar. Tropezó, el amigo le cayó encima y le reventó los tendones. Poli no volvió
a caminar como antes. Por desgracia, ese largo muelle de madera aparecía en
muchas películas. Cada vez que lo veía, Poli quería destruirlo.
Hacia 1979 escribió una de las
primeras reseñas sobre mis cuentos. Fue generoso en exceso, pero advirtió que
me faltaba sufrir. “No te preocupes, de eso se encarga la vida”, me dijo más
tarde. Tenía razón. Los años son un aprendizaje del dolor y la muerte de Poli
lo confirma, última lección del maestro.
*Diario Reforma, 18 de agosto de 2017